2 ¡Quién me hiciera volver a los meses de antaño, aquellos días en que
Dios me guardaba,
3 cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza, y yo a su luz por las
tinieblas caminaba;
4 como era yo en los días de mi otoño, cuando vallaba Dios mi tienda,
5 cuando Sadday estaba aún conmigo, y en torno mío mis muchachos,
6 cuando mis pies se bañaban en manteca, y regatos de aceite destilaba
la roca!
7 Si yo salía a la puerta que domina la ciudad y mi asiento en la plaza
colocaba,
8 se retiraban los jóvenes al verme, y los viejos se levantaban y
quedaban en pie.
9 Los notables cortaban sus palabras y ponían la mano en su boca.
10 La voz de los jefes se ahogaba, su lengua se pegaba al paladar.
11 Oído que lo oía me llamaba feliz, ojo que lo veía se hacía mi
testigo.
12 Pues yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que no tenía
valedor.
13 La bendición del moribundo subía hacia mí, el corazón de la viuda
yo alegraba.
14 Me había puesto la justicia, y ella me revestía, como manto y
turbante, mi derecho.
15 Era yo los ojos del ciego y del cojo los pies.
16 Era el padre de los pobres, la causa del desconocido examinaba.
17 Quebraba los colmillos del inicuo, de entre sus dientes arrancaba su
presa.
18 Y me decía: «Anciano moriré, como la arena aumentaré mis días.
19 Mi raíz está franca a las aguas, el rocío se posa de noche en
mi
ramaje.
20 Mi gloria será siempre nueva en mí, y en mi mano mi arco
renovará su fuerza.
21 Me escuchaban ellos con expectación, callaban para oír mi consejo.
22 Después de hablar yo, no replicaban, y sobre ellos mi palabra caía
gota a gota.
23 Me esperaban lo mismo que a la lluvia, abrían su boca como a
lluvia tardía.